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lunes, 1 de diciembre de 2008

La huida (IV)

"Si eres feliz, escóndete. No se puede andar cargado de joyas por un barrio de mendigos. No se puede pasear una felicidad como la tuya por un mundo de desgraciados". Alejandro Casona


El tren volaba hacia Barcelona aunque para mí no pasaba el tiempo. Supongo que ella era una agradable compañía. Yo necesitaba relajarme durante un rato. No quería seguir pensando en la que lió el hijoputa de Antonio en aquel asqueroso bar. Y ella era la excusa perfecta. Se llamaba Lucía, era médico y aunque al parecer ya no ejercía, siempre viajaba con un estetoscopio. Nunca se sabe, decía. Una chica interesante. Treinta y tantos, morena, atractiva, de fácil conversación. Era, sin duda, un personaje singular. Venía de las playas del sur y su aspecto desastrado daba buena cuenta de ello. Hablamos del mar, de Madrid, de Barcelona y de una amiga suya que era medio bruja y se ganaba la vida echando las cartas. Miraba intensamente, como buscando respuestas en mi interior. Tenía unos profundos ojos negros que hipnotizaban. Y hablaba muy suavemente, pensando cada una de las palabras que pronunciaba. Tomándose su tiempo. Disfrutaba conversando. Se notaba. Y yo disfrutaba de su compañía. Y eso también se notaba. Cuando el tren llegó a la Estación de Sants, sentí que aún teníamos mucho de que hablar, que tal vez debería volver a verla. Era una mala idea, claro. No era el momento más oportuno pero yo no quería que esto acabase así. Anoté su número de teléfono y prometí llamarla. Lucía me creyó. 

Tardé muy poco tiempo en llegar al Barrio Chino. Allí conocía un burdel donde me podría quedar unas pocas horas y empezar a pensar en un plan. La dueña era una antigua amiga. No haría demasiadas preguntas y no me molestaría nadie. Necesitaba un plan. Y lo necesitaba ya. Pero mientras caminaba por las estrechas callejuelas me di cuenta de que aquello ya no era como en los viejos tiempos. El barrio era diferente. Estaba inundado de jóvenes universitarios, de galerías de arte y tiendas de discos. Unos turistas le preguntaban a un anciano la dirección de un hotel cercano aunque él no parecía entenderles. La luz del sol lo iluminaba todo. No había ni rastro de aquel barrio gris que yo recordaba. Todo era diferente. Y el restaurante que se alzaba en la antigua casa de putas lo confirmaba. Todo había cambiado. Hacía demasiados años que no pasaba por allí. La ciudad era ahora una completa desconocida para mí. De repente me sentí intranquilo. Me sentí un extraño. Miré a mi alrededor y la figura de dos Mossos d'Esquadra me hizo recordar mi situación. Tenía que salir de allí. Decidí alquilar un coche y largarme de inmediato. Con un poco de suerte podría llegar a París por la noche, dormir en alguna pensión de mala muerte donde no me pidieran papeles y coger un tren por la mañana, destino a algún sitio. Pero, ¿a dónde? El siguiente paso sería decisivo. La pasma no tardaría en empezar a atar cabos. Necesitaba pensar. Sentía que la cabeza me iba a estallar pero cuando me senté al volante del Volkswagen Golf y arranqué el motor, dejé de preocuparme. Tenía un largo viaje por delante para pensar en mi próximo destino.

domingo, 30 de noviembre de 2008

La huida (III)

"Correrán ríos de sangre antes de que conquistemos nuestra libertad, pero esa sangre deberá ser la nuestra". Mahatma Gandhi.


El periodista llegó cuando la policía y las ambulancias ya se habían ido. Estaba oscureciendo y una cinta indicaba que el lugar había sido precintado. Tiró el cigarrillo y entró en el bar. Dentro, un tipo escuálido vestido con una camiseta llena de lamparones y guantes metía un estropajo en el cubo y lo frotaba con parsimonia en las paredes. Le miró unos segundos y siguió a lo suyo. El periodista se acercó.

-Buen trabajo, dijo. ¿Estaba muy sucio?
-No vea usted. Esto es así. La sangre no se va con facilidad.
-¿Qué pasó aquí?
-A un tipo se le fue y la lió.
-Buen resumen. ¿No tiene algún detalle más?
-Amigo, eso es trabajo de la policía. El mío es limpiar lo que estos cabrones ensucian. Una vez atrapados, deberían traerlos aquí a limpiar la mierda que dejan por ahí. Pero no, los llevan a un juez después de trabajarlos en la comisaría. Es muy fácil cargarse a un tipo, no es tan fácil limpiar sus sesos.
Volvió a introducir el estropajo en el cubo.
-¿Quiere un cigarrillo?, ofreció el periodista.
-No viene mal.
Dejó el estropajo en el cubo, se quitó los guantes y se acercó a la barra.
-No está mal, hombre, que por una vez me toque un bar. ¿una cerveza?, dijo situándose detrás de la barra y acercándose a la nevera.
-Mejor un chupito de whisky. Ahí detrás, señaló el periodista.
El limpiador se sirvió y sirvió otro.
-A su salud.
-A su salud.
-A ver si ponemos esto en pie, hombre -dijo el periodista- ¿Cuántos cuerpos hay aquí?
En ese momento, entró un policía en el bar.
-Pero, esto ¿qué es? Me voy un par de minutos y estás aquí atracando el bar y poniéndote tibio. Y ¿usted quién es y qué hace aquí?
-Estaba tratando de poner en pie qué había pasado aquí.



NOTA: textos cocinados en un horno cercano.

La huida (II)

"La fantasía nunca arrastra a la locura; lo que arrastra a la locura es precisamente la razón. Los poetas no se vuelven locos, pero sí los jugadores de ajedrez". Gilbert Keith Chesterton. 


Cuando conocí a Antonio, nunca imaginé lo que sería capaz de hacer algunos meses después. Parecía uno de esos tipos inofensivos, alguien que no mataría ni a una mosca. Era un poco bravucón, es cierto, pero siempre pensé que era de los que no llegaban hasta el final. Me equivoqué.
Nos hicimos amigos poco a poco, fue como beber una botella de Jim Beam tranquilamente, sorbo a sorbo. A veces jugábamos al ajedrez hasta bien entrada la noche en un pequeño y oscuro garito de Malasaña. Él siempre perdía, pero el muy cabrón no dejaba de intentarlo y la verdad es que cada vez me lo ponía más difícil. Hace tiempo, en mitad de una partida se fue al baño a meterse un tiro y yo aproveché para hacer una pequeña trampa: moví mi caballo un escaque a la izquierda, desde C5 a B5, para permitirme poder atacar su torre en el siguiente movimiento. Un poquito más hacia el Oeste, pensé, sonriendo. Cuando regresó, se sentó en el taburete y tras beber un trago lanzó su mirada sobre el tablero. Le observé con atención. No parecía sospechar nada así que me animé: ¡Jaque! Antonio me miró duramente con gesto serio. Entendí que se había dado cuenta. Me había pillado. Discutimos un poco. Tuve que reconocer que había hecho trampas. Coloqué mi caballo en su posición original y continuamos la partida. Gané. Nunca me lo perdonó.
A veces, siempre al mediodía, nos cruzábamos por el barrio. Yo solía ir a hacer fotos por las callejuelas, a esa hora la luz es maravillosa. Antonio, simplemente disfrutaba paseando por ahí. Cuando nos encontrábamos, él siempre sonreía y nos íbamos al bar más cercano a beber cerveza y a charlar sobre mujeres y música. Eran sus temas favoritos. Le gustaban las chicas guapas y las canciones tristes. Tocaba el bajo en un grupo de rock bastante conocido en el mundillo underground de Madrid pero al parecer, las cosas no iban muy bien últimamente. La crisis, solía decir.

- Cada vez hay menos conciertos. El maldito Ayuntamiento está cerrando las salas grandes y las pequeñas no tienen dinero para pagarnos. Las cosas van mal. Muy mal. Hay que hacer algo –decía Antonio visiblemente enfadado.
- Hacer algo, ¿cómo qué? –le preguntaba yo.
- Hacer algo, no lo sé. Pero hay que hacer algo. Tenemos que conseguir pasta de alguna forma. 

Por aquel entonces yo no tenía ni idea de a qué se refería. Y cuando finalmente lo descubrí, ya era demasiado tarde.

sábado, 29 de noviembre de 2008

La huida (I)

"La huida no ha llevado a nadie a ningún sitio".
Antoine de Saint-Exupery.


Aún no ha salido el sol, pero ya hay cientos de personas caminando por la Gran Vía. Los coches, como de costumbre, rugen por el asfalto. Un mendigo me pide un cigarrillo. No se lo doy. Hace frío y todo el mundo va muy abrigado. Voy al banco, retiro todo el dinero en efectivo y cojo el metro para ir a la estación de Atocha. Miro a una señora mayor sentada junto a mí. La sonrío y me devuelve una triste sonrisa. Apenas tardo 15 minutos en llegar y una vez allí, descubro, tal y como esperaba, que hay mucha gente así que será fácil pasar desapercibido. Observo a los policías que pasean con sus perros pero afortunadamente no parecen fijarse en mí. Tengo suerte, aún no ha saltado la liebre. Llevo un sombrero oscuro, unas botas de piel y un buen abrigo con mi pasaporte, un iPhone y cinco mil euros en sus bolsillos. Es todo lo que me hace falta. De momento.
Mientras espero mi turno en la larga cola de venta de billetes, pienso en cuál sería el mejor destino. Necesito salir del país discretamente. Y rápido. Sobre todo, muy rápido. Quizá tenga un día o dos antes de que todo salga a la luz. Barajo la posibilidad de ir al sur, a Sevilla o a Cádiz, donde tengo contactos y desde donde me sería muy fácil llegar a África. Aunque tendría que implicar a más personas. No creo que sea una buena idea. No hay que dejar ni rastro. Opto finalmente por comprar un billete a Barcelona, desde allí podré pasar a Francia sin utilizar mi pasaporte. Tengo que acertar. No puedo fallar. Las primeras 24 horas son las únicas 24 horas que cuentan.
El tren llega puntual. Subo por el primer vagón pero me olvido de mi asiento y voy directamente a la cafetería. Cojo El País y con un nudo en la garganta empiezo a pasar las páginas esperando no encontrarme una foto mía y un titular escandaloso acompañándola. Suspiro. Sigo de suerte: no hay ni rastro de lo sucedido. Nadie sabe nada aún. Estoy jodido, pero si no la pifio, todavía tengo una oportunidad. Levanto la mirada del diario y veo a una mujer morena beber tranquilamente un café. Es alta y tiene un bonito pelo. En realidad no es lo que se dice una tía buena pero tiene un cierto atractivo. Está distraída, mirando por la ventana. Parece que tiene la mente en otra cosa, sus ojos la delatan. Me gusta de inmediato pero mi instinto me alerta. Es una mala idea. Sonrío. Tengo la sensación que últimamente sólo tengo malas ideas. Vuelvo a sonreír. Supongo que hay cosas que nunca cambian. Me acerco a ella.