La verdad es que el tipo impresionaba. Era grande, muy grande. Medía dos metros de altura y pesaba más de cien kilos de poderosos músculos tallados en ébano. Tendría unos cuarenta y tantos años, barba de un par de días, un pequeño bigote y un sombrero que le daba un cierto aire militar. Algo así como un general negro, con muy mala hostia y con gafas de sol, en plan moderno, aunque era un tipo duro de la vieja escuela.
Lo conocí en el muelle de la Marina de Port Antonio. Caminaba con seguridad, cargando con su equipo de buceo, con semblante muy serio. Se le veía en plena forma. Era muy temprano, aún no había amanecido. Me estrechó poderosamente la mano mientras miraba preocupado el cielo. Esto tiene mala pinta, dijo. Y subió al barco. Su nombre era Mike, era de Chicago y era el médico personal del Presidente Obama. Pero eso sólo lo supe después.
El barco, el Lady´G, era un pequeño velero de 6 metros. Tenía la cubierta de madera con piezas doradas de metal incrustadas en ella. Era bonito, antiguo y parecía seguro. Tenía un solo motor al que le costó arrancar. Bobby, un joven jamaicano, era el piloto, aunque llevaba una vieja gorra de capitán que tenía un agujero. Manejaba la embarcación con autoridad, deslizándose entre olas de dos metros con mucha soltura. Disfrutaba buscando las olas más grandes para, justo un instante de alcanzarlas, virar la nave y dejarse mecer entre ellas. Era un buen piloto.
El Lady´G echó el ancla más allá de Navy Island, ya en mar abierto, sobre una pequeña barrera de coral. El plan era bucear durante una hora, a unos cuarenta metros de profundidad e intentar ver un antiguo barco inglés hundido. Nos acompañaba Jane, una hawaiana de unos cincuenta años que conocía muy bien la zona y buceaba como una sirena. Nos sumergimos al amanecer, justo cuando empezó la tormenta. Mike también sabía lo que se hacía. Se le veía cómodo bajo el agua: tenía experiencia y además era todo un portento físico.
A pesar del mal tiempo, en aquella zona, la visibilidad era muy alta y el agua era completamente transparente. Parecía que la lluvia llegaba directamente hasta ti, y de alguna forma, así en era en realidad.
Mike estaba fotografiando una barracuda, -una picuda, como las llaman allí- y Jane exploraba el coral. Yo les observaba y respiraba profundamente. Bajo el agua siempre se siente una extraña sensación de felicidad, de estar realmente vivo, muy vivo.
Estuvimos buceando sobre el arrecife cincuenta minutos pero no encontramos el barco, así que decidimos subir a la superficie. Mike era muy profesional y además llevaba un buen equipo, muy caro. Se le veía tranquilo. Consultaba cada poco su reloj e iba ascendiendo pausadamente, con seguridad. A pocos metros de la superficie nos miramos y tras sus enormes gafas y las burbujas pude ver sus ojos. Parecían tristes. Me extrañó un poco.
Jane fue la primera en subir a bordo. Bobby la ayudaba desde el Lady´G. Después subí yo. Mike ya había emergido y estaba a unos pocos metros de nosotros pero le costaba moverse. Bobby movió el barco y yo me acerqué a ayudarle. Primero me pasó sus plomos, luego el chaleco. Después subió al barco, se sentó en la barandilla de popa con los pies fuera del barco, todavía con las aletas puestas. Se quitó las gafas y volví a ver sus ojos, esta vez con más claridad. Miraban al horizonte. Y luego me miraron a mí. Había dejado de llover y el sol iluminaba el mar. Apenas había olas. Y en ese preciso instante, en aquel paraíso perdido en mitad del Caribe, Mike se desmayó. Soltó sus gafas y cayó de espaldas, sobre la cubierta, con todo su peso. El barco se estremeció. Cayó como caen los boxeadores cuando les noquean. El mar se estremeció. Cayó con los ojos muy abiertos, mirando al cielo, y el cielo también se estremeció. En ese preciso momento, Mike dejó de respirar. Y comenzó de nuevo a llover.
2 comentarios:
¿Volvió a respirar?
Afortunadamente sí, de lo contrario la CIA me habría pedido explicaciones.
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