Salvador Romero, el Chava, como le llamaban sus amigos, acababa de salir del Reclusorio Preventivo Sur, en la Delegación de Xochimilco. Nadie le fue a recoger, nadie sabía donde había estado las últimas cinco noches aunque en realidad tampoco nadie se había preocupado por él. Salvador Romero era un cuate de treinta y ocho años, no muy alto pero con fuertes brazos, puños rápidos y muy malas pulgas. Estaba sin afeitar, con una barba medio canosa. Iba despeinado y sobre todo estaba muy cansado. Acababa de pasar los cinco peores días de su vida y todo, a su entender, sin ningún sentido. El martes por la noche, Salvador Romero agarró un taxi en la calle Estrella de Belén, en Santa Fé, con la intención de ir a un antro en La Roma. Iba solo y se sentó en el asiento delantero, junto al conductor, un tipo gordo y sucio, de unos cincuenta años y con una cara muy desagradable, como la de un puerco, que desde el principio le dio mala espina.
El chófer no encendió el taximetro, alegando que solo cobraba tarifa, trescientos baros por recorrer los aproximadamente quince kilómetros que les separaban de La Roma. Salvador le dijo que era mucha lana y que como mucho, le daba cincuenta pesos por llevarle hasta la Avenida de Toluca, que allí vivía su hermano y podría pedirle su carro prestado. El taxista dijo que no había pedo pero le quiso cobrar por adelantado. Salvador Romero aceptó y le pagó con un billete de doscientos. El taxista le devolvió tres billetes de cincuenta y se puso en marcha. Pero algo no iba bien. Al poco rato, el taxista empezó a hablar por la radio de una forma muy rara, como en clave. Salvador Romero buscó con su mirada la licencia del taxi pero no la encontró y alarmado le dijo al conductor que se quería bajar ahí mismo. No sabía si le iban a secuestrar o solo a robar pero tenía claro que aquello no iba bien. El auto no se detuvo. El Chava le gritó al taxista que o paraba ya el puto carro o que lo paraba él mismo por las bravas pero el tipo no le hizo caso y siguió manejando. Así que Salvador no dudó y comenzó a madrear al taxista con el auto en marcha. Le partió la madre, muy duro, y detuvo el coche por la fuerza en el margen derecho de la calzada. En ese instante, vio a una patrulla de la policía que pasaba por allí y saltó del coche y empezó a hacer señales y a gritar para que se detuviesen. Y así lo hicieron. Salvador Romero les contó, muy agitado, que aquel taxista puto quería robarle o secuestrarle, que no sabía. Los agentes le pidieron que se calmase, que iban a hablar con él e iban a arreglar el asunto ahorita. Que se metiese en la patrulla y que esperase allí. Salvador al principio se negó a entrar en el auto pero finalmente accedió. Fue una mala decisión.
El taxista salió llorando del coche con el hocico sangrando, muy nervioso, gritando que ese tipo -señalaba a Salvador Romero- le acababa de asaltar, que mirasen en sus bolsillos, que el muy cabrón le había robado ciento cincuenta baros y además le había madreado sin piedad. Los billetes, efectivamente, estaban en poder de Salvador, quien, aunque lo intentó, no pudo argumentar nada convincente y el asunto, después de una larga discusión, acabó con el Chava en el Reclusorio Preventivo Oriente, en Iztapalapa, uno de los puntos más oscuros del sistema penitenciario del Distrito Federal, si no el peor.
A Salvador Romero le requisaron sus pertenencias y lo metieron en una habitación sin ventanas de tres por cuatro metros con el piso tapizado de, al menos, quince cuates durmiendo. Como no había ni un centímetro libre, el Chava se sentó en el excusado, donde cada rato aparecía alguien para orinar o defecar y olía a rayos pero al menos podía apoyar su cuerpo en algún sitio e intentar pensar en cómo había acabado allí y lo más importante, en cómo carajo saldría de este lío.
Por la mañana lo llevaron a una celda más amplia, de unos veinte metros cuadrados, con una pequeña ventana que daba a un patio, un inodoro mugriento y cuatro literas colgadas de las paredes, dos a cada lado. En teoría el espacio era para cuatro reclusos pero allí había diez personas. Y Salvador Romero, a quien no le permitieron comunicarse por teléfono con nadie, entró silencioso mirando al piso mientras sentía como todas las miradas se clavaban en él. También percibió algún colmillo afilado. Eran las nueva de la mañana. El día prometía ser largo.
Salvador Romero se sentó en una de las literas superiores y calibró rápidamente la situación. Observó que cinco de los reclusos eran muy jóvenes, probablemente menores de edad y no parecían demasiado peligrosos. Otros tres, aunque eran chaparritos, tenían mala pinta. Estaban juntos en una litera, justo frente a él. Fumaban en silencio y le observaban fijamente. Pero los que más le preocupaban eran los dos cuates que estaban bajo su litera. Los vio de refilón al entrar: dos güeyes muy tatuados, con camisetas blancas de tirantes con restos de sangre, los dos muy morenos, los dos muy grandes. Y el Chava tuvo miedo pero no entró en pánico. A los pocos minutos -aunque a él le parecieron horas- uno de los tipos se levantó tranquilamente y le dijo: "Llevas unos zapatos muy chidos, cabrón. Qué te parece si...". Salvador Romero no esperó a que acabase la frase, saltó como un tigre desde su litera y le golpeó muy duro en la oreja, con todas sus fuerzas. El tipo cayó al piso y el Chava, con los ojos inyectados en sangre y ya abajo de su litera, le empezó a patear y le pisó dos veces la cabeza. Rápidamente, se giró hacia el otro cuate, que aún no había reaccionado, y le atizó tres buenos tiros -dos ganchos con la derecha y otro con la izquierda- que le hicieron perder el conocimiento. Nadie se movió en la celda. Ningún cabrón movió un músculo ni dijo una palabra mientras el Chava seguía madreando y pateando violentamente a los dos tipos de camisetas de tirantes, ahora totalmente cubiertas de sangre.
El resto del día, Salvador Romero no tuvo ningún problema en su celda. Nadie le dirigió la palabra. Los guardas no aparecieron hasta el mediodía para llevarles al patio y al ver el percal se limitaron a hacer varios chistes ofensivos sobre los dos güeyes a los que el Chava les había partido la madre, que todavía se relamían las heridas en una esquina. Y en su primera salida al patio, Salvador Romero tuvo la enorme suerte de encontrarse con varios carnales picudos de su barrio, con los que se juntó y así evitó la tentación de que algún cabrón quisiera picarle.
Al tercer día, se lo llevaron a Xochimilco -un remanso de paz comparado con Iztapalapa- donde le tomaron declaración por primera vez y al quinto día, después de una estancia relativamente tranquila, una jueza, Taissia Parecero, ordenó que le dejaran salir del pozo. Era sábado. Y Salvador Romero, el Chava, se dirigió caminando de vuelta a casa, en la calle Juárez, frente a la Alameda Central.
jueves, 4 de julio de 2013
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