No tenía novia ni chunda.
Tampoco familia, a todos los habían quemado los narcos en Tamaulipas cuando él era muy pequeño.
Una historia triste. Una de tantas. En el DF solo tenía un par de cuates, Jorge
“el Verruga” y Guillermo Soto,
con los que iba a chupar cada noche, se atizaba algo de mota y si andaban muy jalados, se dedicaban a quebrar jotos en el Barrio Rosa o iban a cogerse un buen culito al
Cuartel de las retozonas, como
ellos llamaban a su casa de citas favorita en la calle Matamoros, en la colonia
Tepito, donde vivían. Eso era todo.
Sergio Aldo contaba 23 años y nunca sonreía. Era picudo, alto como una ceiba y lucía bajo su tandacho oaxaqueño una larga y revuelta melena, como la de un
león, aunque su actitud era más bien la de una pantera. Era el típico güey
bravo de Tepito pero a diferencia de sus socios rateros, él manejaba mucha lana
fruto de sus bisnes, todos
ilegales. En el barrio siempre se parloteaba que Sergio Aldo tenía más pasado que futuro.
Una de sus pocas aficiones era picar por el centro, acercarse a los edificios en
construcción y ofrecer cinco mil baros
a cualquier obrero que fuera capaz de romperle la madre. Y no contaba cuentos:
las pocas veces que alguien le había partido la azotea, él sacaba su borrega y apoquinaba hasta el último peso. En ese sentido,
se podría decir que Sergio Aldo era un tipo de fiar. Solo en ese sentido. Por
lo demás, hasta los obreros más valeros solían acabar en el hospital.
Su última hazaña, la más comentada en el mercado de la
Lagunilla, había sucedido un par de noches atrás, en la colonia Doctores, de
madrugada. Sergio Aldo manejaba piolo su
Munstang negro del 67 cuando se saltó un semáforo a la altura de Niños Héroes y se
estrelló contra un taxi. Afortunadamente el accidente no fue grave pero el
taxista, un chilango con bigotes de chaflán y güevos muy grandes, salió
aventado vociferando que le había chingado su taxi, que le iba a quebrar la
madre, que iba a llamar a los tamarindos -la policía de tránsito- y quién sabe cuántas cosas más. Sergio Aldo
salió del auto muy tranquilo, miró fijamente al chaparro, se dirigió sin prisa
a la cajuela, la abrió y extrajo un bate de béisbol de madera, fuertemente
asido con su mano izquierda. Al taxista, al principio, se le puso cara de momia
pero solo un instante después ya
no podía dar crédito porque Sergio Aldo lanzó suavemente el bate a sus pies y
le dijo: Ahí tienes cabrón, pa´ que te defiendas. En ese preciso momento el compa entendió que el tipo de melena de león y ojos de
pantera estaba loco, lo suficientemente loco para mandarle al estuche esa misma noche. No mames -pensó- no voy a dejar que un tepiteño
rayado me deje firme pa´siempre. Así que ni tocó el bate, subió a su
taxi con la pinga muy chiquita y
salió pitando.
Muchos de los allí presentes aseguran que esa fue la primera vez que vieron sonreír a Sergio Aldo.
Muchos de los allí presentes aseguran que esa fue la primera vez que vieron sonreír a Sergio Aldo.
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