Había llegado al DF desde Salvador de Bahía hacía apenas dos
meses pero ya gozaba de cierta popularidad en su nuevo barrio. Su buen humor,
su eterna sonrisa y sobre todo su alegre cavaquinho, le habían convertido
rápidamente en uno de los vecinos más queridos de la colonia Condesa.
Se podría decir que Thiago vivía en la calle. Aunque tenía
rentado un bonito departamento en la elegante avenida Ámsterdam, él prefería
pasear día y noche, hablar con todo el mundo, flirtear con las fresitas en el Parque México o afinar su cavaquinho en el Mama
Samba, su antro favorito, donde pasaba las
tardes escuchando música, leyendo libros y tomando caipirinhas heladas.
Thiago era un mulato muy atractivo, de mirada intensa y
gestos dulces, no muy alto pero con un cuerpo atlético. Su piel morena lucía
varios tatuajes: en el antebrazo derecho, una calaca tocando una guitarra
española acompañada de la frase “cielito lindo”; en el pecho, un retrato de Jesucristo; en los gemelos, dos
calaveras sonrientes.
A veces la gente le preguntaba a qué se dedicaba y Thiago
siempre respondía riendo: a vivir. Y no
le faltaba razón, vivía muy bien. Cuando el pasado año su padre fue asesinado
por la policía federal brasileña en la favela Vila Cruzeiro, Thiago descubrió
que había una cuenta a su nombre en el First Caribbean Bank, en
Kingston, con casi tres millones de dólares que su jefe, João Cruzeiro, había ido acumulando durante los
últimos quince años y le había dejado en herencia a su hijo favorito. Thiago
siempre había renegado del apellido de su padre pero no dudó en aceptar su
dinero.
Y ahora, como él mismo se encargaba de confirmar día tras
día, Thiago Cruzeiro se dedicaba a vivir, a vivir bien. Después de muchos años
de miedo y violencia en Río de Janeiro, ahora tenía una vida tranquila en el
DF: jugaba al fútbol en Las Lomas, charlaba con sus cuates de La Condesa
mientras mejoraba poco a poco su español, cogía con viejas por toda la ciudad y
tocaba su amado cavaquinho. La vida, por fin le sonreía, pero sentía que le
faltaba algo.
Una noche, hablando con un grupo de músicos en el Mama
Samba, descubrió que uno de ellos entrenaba en un gimnasio de Tepito donde a
veces se organizaban buenas peleas y se apostaba un poquito. A Thiago le pareció una buena fiesta y le preguntó,
con una mueca y bajando la voz, si conocía a alguien con quien poder
madrearse. Le explicó que practicaba Jiu-Jitsu brasileño desde hacía años y
quería desentumecer los músculos. Y todo esto lo contaba con su eterna sonrisa
en la boca. Los músicos, después de considerarlo un buen rato le dijeron que no
había pedo, que ellos conocían a un guey muy picudo al que le seguro le gustaría el plan. Pero mejor
no pelear en su gimnasio, le dijeron, era peligroso. Le explicaron que el día
anterior, a última hora de la tarde y a la vista de todo el mundo, dos sicarios
habían balaceado a cuatro personas en el
Golden Gym, un gimnasio muy conocido en la calle Panaderos, del que
históricamente han salido muy buenos boxeadores, como José "Mantequilla" Nápoles o José Luis "Maestrito" López, ambos importantes campeones locales en la década de los noventa.
Cuando los agentes de la policía llegaron al gimnasio, se encontraron con seis
casquillos percutidos del calibre 380 y a los hermanos Salvador y Felipe Reyes
y a Guillermo Valencia, todos muertos. El cuarto, Miguel Ángel Ramírez falleció
de camino al hospital Balbuena. No hubo ningún detenido. Al parecer, se trataba
de un asunto personal –todos eran matones de La Unión, un grupo muy violento
que controlaba el narcomenudeo y la extorsión en el barrio bravo- pero la zona estaba un poco revuelta y además había
mucha policía rondando por allí. Así que uno de los músicos –Ignacio Plascencia,
el saxofonista- le ofreció una casa que solo él conocía: un ático muy grande que
estaba en obras en la calle Juárez. Los domingos no había nadie y el guarda era
amigo, no había bronca. Le dijo que él podría invitar a un par de cuates, si
quería, pero que ningún cabrón llevaría armas, sería una pelea limpia, sin lana por medio, ese era el
trato. A Thiago le pareció una buena idea, él no
quería ganar dinero peleando, solo divertirse un rato. Quedaron en verse dos
días después en la Alameda Central, al mediodía. Y todos brindaron por los compas
balaceados en el gimnasio de Tepito.
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