jueves, 20 de junio de 2013

martes, 18 de junio de 2013

III. ALBERTO MORELOS y RAFA "DOS DEDOS"

Cuando le propusieron el plan -diez mil baros por madrearse con un güero brasileño y otros quince mil extra si ganaba la pelea-, Alberto Morelos sonrió abiertamente enseñando su blanca dentadura y respondió: No mames, cabrón, ¡claro que vamos a darle una golpiza al puto! 

Alberto Morelos se había criado en Torreón, era un güey grande y picudo del Estado de Coahuila y había llegado al Distrito Federal a la edad de treinta años, hacía ya casi un lustro, dejando atrás algunos asuntos pendientes, entre ellos dos niñas pequeñas, -Ana y María-, una exmujer -Leticia- y muchas deudas. Vivía en la Plaza Santa Ana de la Colonia Tepito junto a su primo pequeño, Rafael Campos, un bravo y moreno chaparrito de diecisiete años nacido en el barrio. Ambos tenían un puesto en el tianguis de La Lagunilla en el que vendían ropa, perfumes, gafas de sol -todo de marca, todo robado-, algo de perico y mucha mota, siempre con el visto bueno de La Unión. Vivían tranquilos, nadie les chingaba. Pero eso tenía un precio. La tajada de La Unión, en concreto, suponía un quince por ciento de la venta semanal, mucha lana, la cual se encargaba de cobrar puntualmente Andrés Soto, hermano de Guillermo Soto. 

Todos los domingos, a las doce en punto, Andrés Soto, un bato de pura rutina, llegaba a la esquina de República de Brasil con Estanquillo, puntual como un reloj. Al mediodía, ni un minuto más, ni un minuto menos -lo cual no dejaba de ser sorprendente teniendo en cuenta el frenético tráfico de personas y autos que recorrían esa zona del mercado-, Andrés Soto aparcaba su moto -una pequeña Honda S-Wing verde oliva-, dejaba a su chunda sentada a horcajadas sobre ella -quien siempre se persignaba antes de arrancar- y se acercaba muy serio a Rafael Campos, a quien Alberto Morelos había encargado el pago de la mordida semanal a La Unión; él se encargaba personalmente de la cuota a la policía, un asunto mucho más delicado y además, él nunca trabajaba los domingos. Era su norma. Los domingos, Alberto Morelos boxeaba.

A las doce y un minuto, todos los domingos, mientras Alberto entrenaba, Rafael Campos pagaba religiosamente su mordida y Andrés se marchaba muy sonriente. Todo muy rápido, muy limpio, pura rutina. Solo una vez hubo un pequeño malentendido: el sábado 25 de febrero del pasado año, Rafael se fue de pedo con sus cuates, cerró al menos diez cantinas y siguieron la fiesta en El Cadillac, pero no el de Polanco -un high class- sino el de Garibaldi -un antro de mala muerte-, donde se gastó veinte mil baros en viejas y mezcal y tequila y güisqui hasta bien entrada la madrugada. El problema surgió cuando, a las doce del mediodía del domingo, Andrés Soto llegó puntual a su cita en La Lagunilla y Rafael Campos no estaba. Tenía que haber pagado entre cinco y siete mil pesos, dependiendo de cómo hubiera ido la semana. Pero el puesto estaba cerrado, allí no había nadie ni tampoco estaba el dinero. Andrés Soto se quedó pensativo solo un instante y muy tranquilo hizo una llamada desde su celular, habló bajito, como siempre, y colgó al cabo de un minuto. Le dijo algo a su novia -otra vez muy bajo, casi imperceptible-, subió a su moto y se marchó, aunque en esta ocasión no sonreía. Ella se persignó tres veces antes de arrancar.

Esa misma tarde, a Rafael lo encontraron en el Sky, un after en la Zona Rosa. Estaba borracho, hasta la madre de tachas y lo peor, se había gastado toda la lana. Lo delató el mesero, Juan González, a quien todos llamaban "el Diablo". Cuatro güeros de La Unión se lo llevaron discretamente de vuelta a Tepito. Cuando Alberto Morelos se enteró del levantón -al parecer le contaron el chisme en los vestuarios del gym donde boxeaba- fue rápidamente a hablar con Andrés Soto, quien se mostró bastante comprensivo: entendía que Rafa era un chavito, que estaba de peda con sus cuates, que no había mala intención sino olvido pero por las molestias causadas, a partir de ahorita la cuota aumentaba al 17%, le dijo. De regalo, y como aviso, Rafael volvió a casa con tres dedos menos en su mano derecha: el anular, el índice y el meñique. Por lo demás, el asunto no pasó a mayores. 

Después del incidente, todo volvió a la normalidad. Alberto Morelos y Rafael Soto -Rafa "dos dedos", le decían en el gimnasio- estaban en buena forma. Solían boxear tres días por semana en el Golden Gym pero ahora, después de la balacera, todo se veía muy pesado. Los federales desfilaban constantemente por las calles, unos en enormes pick-ups Dodge de color gris que circulaban a toda velocidad con sus luces rojas y azules parpadeando sin parar; otros patrullando a pie en pequeños escuadrones de diez miembros, todos armados con subfusiles Colt AR-9, todos moviéndose rápidamente con sus enormes escudos defensivos, sus chalecos de Kevlar sobre el uniforme azul militar -reforzado con coderas y espinilleras antimotín-, con sus cascos brillantes, sus sucias botas, el rostro tapado y la mirada siempre alerta, desconfiada, temerosa. Pero en general, y a pesar de la dimensión del operativo, la gente no parecía prestarles mucha atención. La presencia de policías, las redadas y registros -legales e ilegales-, los levantones y las detenciones aleatorias era algo a lo que todos estaban acostumbrados en el barrio bravo. De todas formas, Alberto Morelos tampoco le tenía mucha simpatía a la policía y le pareció buena idea madrearse fuera de la Colonia. Su primo, Rafael Campos, estuvo de acuerdo.

lunes, 10 de junio de 2013

II. THIAGO CRUZEIRO

Thiago siempre bromeaba diciendo que no tenía apellido, como Prince, uno de sus ídolos. La realidad es que su nombre completo era Thiago Cruzeiro y lo ocultaba por una buena razón: su padre era João Cruzeiro, uno de los sicarios más sanguinarios de Cándido Mendes, fundador del Comando Vermelho, una organización criminal nacida a finales de los setenta en la favela Vila Cruzeiro de Río de Janeiro. Su apellido era un homenaje al barrio que le vio crecer. Su padre quería que nunca olvidase sus orígenes. Pero Thiago prefería no recordar.

Había llegado al DF desde Salvador de Bahía hacía apenas dos meses pero ya gozaba de cierta popularidad en su nuevo barrio. Su buen humor, su eterna sonrisa y sobre todo su alegre cavaquinho, le habían convertido rápidamente en uno de los vecinos más queridos de la colonia Condesa.

Se podría decir que Thiago vivía en la calle. Aunque tenía rentado un bonito departamento en la elegante avenida Ámsterdam, él prefería pasear día y noche, hablar con todo el mundo, flirtear con las fresitas en el Parque México o afinar su cavaquinho en el Mama Samba, su antro favorito, donde pasaba las tardes escuchando música, leyendo libros y tomando caipirinhas heladas.

Thiago era un mulato muy atractivo, de mirada intensa y gestos dulces, no muy alto pero con un cuerpo atlético. Su piel morena lucía varios tatuajes: en el antebrazo derecho, una calaca tocando una guitarra española acompañada de la frase “cielito lindo”; en el pecho, un retrato de Jesucristo; en los gemelos, dos calaveras sonrientes.

A veces la gente le preguntaba a qué se dedicaba y Thiago siempre respondía riendo: a vivir. Y no le faltaba razón, vivía muy bien. Cuando el pasado año su padre fue asesinado por la policía federal brasileña en la favela Vila Cruzeiro, Thiago descubrió que había una cuenta a su nombre en el First Caribbean Bank, en Kingston, con casi tres millones de dólares que su jefe, João Cruzeiro, había ido acumulando durante los últimos quince años y le había dejado en herencia a su hijo favorito. Thiago siempre había renegado del apellido de su padre pero no dudó en aceptar su dinero.

Y ahora, como él mismo se encargaba de confirmar día tras día, Thiago Cruzeiro se dedicaba a vivir, a vivir bien. Después de muchos años de miedo y violencia en Río de Janeiro, ahora tenía una vida tranquila en el DF: jugaba al fútbol en Las Lomas, charlaba con sus cuates de La Condesa mientras mejoraba poco a poco su español, cogía con viejas por toda la ciudad y tocaba su amado cavaquinho. La vida, por fin le sonreía, pero sentía que le faltaba algo.

Una noche, hablando con un grupo de músicos en el Mama Samba, descubrió que uno de ellos entrenaba en un gimnasio de Tepito donde a veces se organizaban buenas peleas y se apostaba un poquito. A Thiago le pareció una buena fiesta y le preguntó, con una mueca y bajando la voz, si conocía a alguien con quien poder madrearse. Le explicó que practicaba Jiu-Jitsu brasileño desde hacía años y quería desentumecer los músculos. Y todo esto lo contaba con su eterna sonrisa en la boca. Los músicos, después de considerarlo un buen rato le dijeron que no había pedo, que ellos conocían a un guey muy picudo al que le  seguro le gustaría el plan. Pero mejor no pelear en su gimnasio, le dijeron, era peligroso. Le explicaron que el día anterior, a última hora de la tarde y a la vista de todo el mundo, dos sicarios habían balaceado a cuatro personas en el  Golden Gym, un gimnasio muy conocido en la calle Panaderos, del que históricamente han salido muy buenos boxeadores, como José "Mantequilla" Nápoles o José Luis "Maestrito" López, ambos importantes campeones locales en la década de los noventa. Cuando los agentes de la policía llegaron al gimnasio, se encontraron con seis casquillos percutidos del calibre 380 y a los hermanos Salvador y Felipe Reyes y a Guillermo Valencia, todos muertos. El cuarto, Miguel Ángel Ramírez falleció de camino al hospital Balbuena. No hubo ningún detenido. Al parecer, se trataba de un asunto personal –todos eran matones de La Unión, un grupo muy violento que controlaba el narcomenudeo y la extorsión en el barrio bravo- pero la zona estaba un poco revuelta y además había mucha policía rondando por allí. Así que uno de los músicos –Ignacio Plascencia, el saxofonista- le ofreció una casa que solo él conocía: un ático muy grande que estaba en obras en la calle Juárez. Los domingos no había nadie y el guarda era amigo, no había bronca. Le dijo que él podría invitar a un par de cuates, si quería, pero que ningún cabrón llevaría armas, sería una pelea limpia, sin lana por medio, ese era el trato. A Thiago le pareció una buena idea, él no quería ganar dinero peleando, solo divertirse un rato. Quedaron en verse dos días después en la Alameda Central, al mediodía. Y todos brindaron por los compas balaceados en el gimnasio de Tepito.

jueves, 6 de junio de 2013

I. SERGIO ALDO

Sergio Aldo era, sin lugar a dudas, un tipo pesado, un sangrón. Todos en el barrio le tenían fichado y todos sabían que su empatía con el género humano era mínima. No es que fuera mala persona, simplemente era un psicópata. Y había que tener cuidado con él.

No tenía novia ni chunda. Tampoco familia, a todos los habían quemado los narcos en Tamaulipas cuando él era muy pequeño. Una historia triste. Una de tantas. En el DF solo tenía un par de cuates, Jorge “el Verruga” y Guillermo Soto, con los que iba a chupar cada noche, se atizaba algo de mota y si andaban muy jalados, se dedicaban a quebrar jotos en el Barrio Rosa o iban a cogerse un buen culito al Cuartel de las retozonas, como ellos llamaban a su casa de citas favorita en la calle Matamoros, en la colonia Tepito, donde vivían. Eso era todo.

Sergio Aldo contaba 23 años y nunca sonreía. Era picudo, alto como una ceiba y lucía bajo su tandacho oaxaqueño una larga y revuelta melena, como la de un león, aunque su actitud era más bien la de una pantera. Era el típico güey bravo de Tepito pero a diferencia de sus socios rateros, él manejaba mucha lana fruto de sus bisnes, todos ilegales. En el barrio siempre se parloteaba que Sergio Aldo tenía más pasado que futuro.

Una de sus pocas aficiones era picar por el centro, acercarse a los edificios en construcción y ofrecer cinco mil baros a cualquier obrero que fuera capaz de romperle la madre. Y no contaba cuentos: las pocas veces que alguien le había partido la azotea, él sacaba su borrega y apoquinaba hasta el último peso. En ese sentido, se podría decir que Sergio Aldo era un tipo de fiar. Solo en ese sentido. Por lo demás, hasta los obreros más valeros solían acabar en el hospital.

Su última hazaña, la más comentada en el mercado de la Lagunilla, había sucedido un par de noches atrás, en la colonia Doctores, de madrugada. Sergio Aldo manejaba piolo su Munstang negro del 67 cuando se saltó un semáforo a la altura de Niños Héroes y se estrelló contra un taxi. Afortunadamente el accidente no fue grave pero el taxista, un chilango con bigotes de chaflán y güevos muy grandes, salió aventado vociferando que le había chingado su taxi, que le iba a quebrar la madre, que iba a llamar a los tamarindos -la policía de tránsito- y quién sabe cuántas cosas más. Sergio Aldo salió del auto muy tranquilo, miró fijamente al chaparro, se dirigió sin prisa a la cajuela, la abrió y extrajo un bate de béisbol de madera, fuertemente asido con su mano izquierda. Al taxista, al principio, se le puso cara de momia pero solo un instante después ya no podía dar crédito porque Sergio Aldo lanzó suavemente el bate a sus pies y le dijo: Ahí tienes cabrón, pa´ que te defiendas. En ese preciso momento el compa entendió que el tipo de melena de león y ojos de pantera estaba loco, lo suficientemente loco para mandarle al estuche esa misma noche. No mames -pensó- no voy a dejar que un tepiteño rayado me deje firme pa´siempre. Así que ni tocó el bate, subió a su taxi con la pinga muy chiquita y salió pitando.

Muchos de los allí presentes aseguran que esa fue la primera vez que vieron sonreír a Sergio Aldo.