jueves, 21 de noviembre de 2013

Juárez en la Sombra

(...)

Primero llega el gobernador, no alcanzo a preguntarle. Cuando está pasando el alcalde puedo deslizar mi brazo entre un guarura al que le supero en estatura y situar la grabadora sobre su bocaza:

- Señor alcalde, ¿me permite una pregunta?
- Sí, dígame, dice todo sonriente.
- Usted finaliza mañana su mandato, ¿cómo va a asegurar que se haga justicia en el caso de María de los Ángeles Morales baleada por los policías municipales el día de la inauguración de la Equis?

- No la escucho, no la escucho, no la escucho...
Y el Teto se me va a la carrerorota.

Me despido de María de los Ángeles, que se sienta enfrente del alcade, con sus cartulinas, pero a varios metros de distancia.

"Me da como enojo, coraje, impotencia, tristeza. Mucha tristeza porque siento que no van a hacer nada, que se va a quedar todo así, nada más", dice María de los Angeles, nacida en Irapuato, Guanajuato hace 30 años, que emigró a trabajar en una fábrica maquiladora a los 15 años de edad. 
"A los policías sólo los van a acusar por abuso de la autoridad, los altos mandos bloquearon todo. Por un momento me dio miedo (venir) pero me dije a ver si se atreven de hacerme algo aquí delante de toda la gente. Si algo me pasa, se lo responsabilizo a Teto (alcalde) y al Leyzaola (jefe policía)".

(...)

Judith Torrea, Juárez en la Sombra


Desde Ciudad Juárez

La familia de ocho integrantes, incluyendo tres menores, fue asesinada por una deuda de apuestas por mil 500 pesos, informó el Fiscal General del Estado de Chihuahua, Jorge González Nicolás, quien confirmó que hay dos personas detenidas por este homicidio múltiple y buscan un tercero que sería el autor intelectual.
Dio a conocer que “los dos responsables del crimen múltiple que se encuentran detenidos son Édgar Uriel Luján de 21 años de edad y Jesús Daniel Mendoza Hernández de 31, ambos empleados de una empresa maquiladora.” 
González Nicolás expresó “que ambos están confesos, aparte de que existen pruebas en contra de ellos y que conocían a las víctimas, mismas que fueron atadas y amordazadas con cinta adhesiva con el fin de evitar que pidieran auxilio.”
Mientras que el Fiscal para Persecución del Delito en la zona Norte, Enrique Villarreal Macías, informó “que los dos sujetos que se encuentran detenidos, Jesús Daniel Mendoza Hernández y Édgar Uriel Luján Guevara, reconocieron su participación en el homicidio de las ocho personas, entre ellas tres niños, debido a que una de las víctimas debía esa cantidad al primero de ellos y se negaba a pagarlos.”
Durante el interrogatorio que hizo el Ministerio Público “confesaron que la noche del sábado acudieron a la casa donde ocurrió el hecho y reclamaron el dinero, pero al encontrar una negativa y discutir con Max, uno de los fallecidos, se retiró y horas más tarde regresó acompañado de dos amigos con la intención de obligarlo a saldar la deuda.”
Villarreal Macías dijo que de acuerdo a la indagatoria la situación se salió de control y por ello los mataron, después se llevaron el dinero que había en la casa y tres camionetas.
El Fiscal en la zona norte confirmó que “todo fue por una apuesta que se dio en una pelea clandestina de perros de la raza pit bull”.
Esta tarde serán presentados ante los medios de comunicación dos de los tres responsables, pues falta por detener a uno de ellos.

Crónica de Rubén Villalpando, Corresponsa de La Jornada.

sábado, 12 de octubre de 2013

Out of Control

I was out in the city 
I was out in the rain 
I was feeling down hearted 
I was drinking again 

I was foolish 
I was angry 
I was vain 
I was charming 
I was lucky 

Tell me how have I changed 
I was standing by the bridges 
Where the dark water flows 
I was talking to a stranger 
About times long ago I was young 

And the girls in the doorway 
And the boys in the game 
And the drunks and the homeless 
They all know me 

And the police on the corner 
Give a nod and a wave 
As they point me 
To my final destination 

In the hotel I'm excited 
By the smile on her face 
But I wondered 
How was time 
Gonna change her 

Now I'm out 
Oh out of control 
Now I'm out 
Oh out of control 
Oh help me now 

jueves, 10 de octubre de 2013

martes, 3 de septiembre de 2013

Emiliano Zapata Salazar, 1919


Volando bajo (la última ciudad)


Pablo Ortiz Monasterio, Ciudad de México, 1989

Hoz, canana y mazorca


Tina Modotti, Ciudad de México, 1927

viernes, 30 de agosto de 2013

sábado, 3 de agosto de 2013

sábado, 13 de julio de 2013

Matando cabos


El infierno


Famous blue raincoat

It's four in the morning, the end of december 
I'm writing you now just to see if you're better 
New york is cold, but I like where I'm living 
There's music on clinton street all through the evening. 

I hear that you're building your little house deep in the desert 
You're living for nothing now, I hope you're keeping some kind of record. 

Yes, and jane came by with a lock of your hair 
She said that you gave it to her 
That night that you planned to go clear 
Did you ever go clear? 

Ah, the last time we saw you you looked so much older 
Your famous blue raincoat was torn at the shoulder 
You'd been to the station to meet every train 
And you came home without lili marlene 

And you treated my woman to a flake of your life 
And when she came back she was nobody's wife. 

Well I see you there with the rose in your teeth 
One more thin gypsy thief 
Well I see jane's awake -- 

She sends her regards. 
And what can I tell you my brother, my killer 
What can I possibly say? 
I guess that I miss you, I guess I forgive you 
I'm glad you stood in my way. 

If you ever come by here, for jane or for me 
Your enemy is sleeping, and his woman is free. 

Yes, and thanks, for the trouble you took from her eyes 
I thought it was there for good so I never tried. 

And jane came by with a lock of your hair 
She said that you gave it to her 
That night that you planned to go clear.


Sincerely, l. cohen

jueves, 4 de julio de 2013

IV. SALVADOR ROMERO

Salvador Romero, el Chava, como le llamaban sus amigos, acababa de salir del Reclusorio Preventivo Sur, en la Delegación de Xochimilco. Nadie le fue a recoger, nadie sabía donde había estado las últimas cinco noches aunque en realidad tampoco nadie se había preocupado por él. Salvador Romero era un cuate de treinta y ocho años, no muy alto pero con fuertes brazos, puños rápidos y muy malas pulgas. Estaba sin afeitar, con una barba medio canosa. Iba despeinado y sobre todo estaba muy cansado. Acababa de pasar los cinco peores días de su vida y todo, a su entender, sin ningún sentido. El martes por la noche, Salvador Romero agarró un taxi en la calle Estrella de Belén, en Santa Fé, con la intención de ir a un antro en La Roma. Iba solo y se sentó en el asiento delantero, junto al conductor, un tipo gordo y sucio, de unos cincuenta años y con una cara muy desagradable, como la de un puerco, que desde el principio le dio mala espina.

El chófer no encendió el taximetro, alegando que solo cobraba tarifa, trescientos baros por recorrer los aproximadamente quince kilómetros que les separaban de La Roma. Salvador le dijo que era mucha lana y que como mucho, le daba cincuenta pesos por llevarle hasta la Avenida de Toluca, que allí vivía su hermano y podría pedirle su carro prestado. El taxista dijo que no había pedo pero le quiso cobrar por adelantado. Salvador Romero aceptó y le pagó con un billete de doscientos. El taxista le devolvió tres billetes de cincuenta y se puso en marcha. Pero algo no iba bien. Al poco rato, el taxista empezó a hablar por la radio de una forma muy rara, como en clave. Salvador Romero buscó con su mirada la licencia del taxi pero no la encontró y alarmado le dijo al conductor que se quería bajar ahí mismo. No sabía si le iban a secuestrar o solo a robar pero tenía claro que aquello no iba bien. El auto no se detuvo. El Chava le gritó al taxista que o paraba ya el puto carro o que lo paraba él mismo por las bravas pero el tipo no le hizo caso y siguió manejando. Así que Salvador no dudó y comenzó a madrear al taxista con el auto en marcha. Le partió la madre, muy duro, y detuvo el coche por la fuerza en el margen derecho de la calzada. En ese instante, vio a una patrulla de la policía que pasaba por allí y saltó del coche y empezó a hacer señales y a gritar para que se detuviesen. Y así lo hicieron. Salvador Romero les contó, muy agitado, que aquel taxista puto quería robarle o secuestrarle, que no sabía. Los agentes le pidieron que se calmase, que iban a hablar con él e iban a arreglar el asunto ahorita. Que se metiese en la patrulla y que esperase allí. Salvador al principio se negó a entrar en el auto pero finalmente accedió. Fue una mala decisión.

El taxista salió llorando del coche con el hocico sangrando, muy nervioso, gritando que ese tipo -señalaba a Salvador Romero- le acababa de asaltar, que mirasen en sus bolsillos, que el muy cabrón le había robado ciento cincuenta baros y además le había madreado sin piedad. Los billetes, efectivamente, estaban en poder de Salvador, quien, aunque lo intentó, no pudo argumentar nada convincente y el asunto, después de una larga discusión, acabó con el Chava en el Reclusorio Preventivo Oriente, en Iztapalapa, uno de los puntos más oscuros del sistema penitenciario del Distrito Federal, si no el peor.

A Salvador Romero le requisaron sus pertenencias y lo metieron en una habitación sin ventanas de tres por cuatro metros con el piso tapizado de, al menos, quince cuates durmiendo. Como no había ni un centímetro libre, el Chava se sentó en el excusado, donde cada rato aparecía alguien para orinar o defecar y olía a rayos pero al menos podía apoyar su cuerpo en algún sitio e intentar pensar en cómo había acabado allí y lo más importante, en cómo carajo saldría de este lío.

Por la mañana lo llevaron a una celda más amplia, de unos veinte metros cuadrados, con una pequeña ventana que daba a un patio, un inodoro mugriento y cuatro literas colgadas de las paredes, dos a cada lado. En teoría el espacio era para cuatro reclusos pero allí había diez personas. Y Salvador Romero, a quien no le permitieron comunicarse por teléfono con nadie, entró silencioso mirando al piso mientras sentía como todas las miradas se clavaban en él. También percibió algún colmillo afilado. Eran las nueva de la mañana. El día prometía ser largo.

Salvador Romero se sentó en una de las literas superiores y calibró rápidamente la situación. Observó que cinco de los reclusos eran muy jóvenes, probablemente menores de edad y no parecían demasiado peligrosos. Otros tres, aunque eran chaparritos, tenían mala pinta. Estaban juntos en una litera, justo frente a él. Fumaban en silencio y le observaban fijamente. Pero los que más le preocupaban eran los dos cuates que estaban bajo su litera. Los vio de refilón al entrar: dos güeyes muy tatuados, con camisetas blancas de tirantes con restos de sangre, los dos muy morenos, los dos muy grandes. Y el Chava tuvo miedo pero no entró en pánico. A los pocos minutos -aunque a él le parecieron horas- uno de los tipos se levantó tranquilamente y le dijo: "Llevas unos zapatos muy chidos, cabrón. Qué te parece si...". Salvador Romero no esperó a que acabase la frase, saltó como un tigre desde su litera y le golpeó muy duro en la oreja, con todas sus fuerzas. El tipo cayó al piso y el Chava, con los ojos inyectados en sangre y ya abajo de su litera, le empezó a patear y le pisó dos veces la cabeza. Rápidamente, se giró hacia el otro cuate, que aún no había reaccionado, y le atizó tres buenos tiros -dos ganchos con la derecha y otro con la izquierda- que le hicieron perder el conocimiento. Nadie se movió en la celda. Ningún cabrón movió un músculo ni dijo una palabra mientras el Chava seguía madreando y pateando violentamente a los dos tipos de camisetas de tirantes, ahora totalmente cubiertas de sangre.

El resto del día, Salvador Romero no tuvo ningún problema en su celda. Nadie le dirigió la palabra. Los guardas no aparecieron hasta el mediodía para llevarles al patio y al ver el percal se limitaron a hacer varios chistes ofensivos sobre los dos güeyes a los que el Chava les había partido la madre, que todavía se relamían las heridas en una esquina. Y en su primera salida al patio, Salvador Romero tuvo la enorme suerte de encontrarse con varios carnales picudos de su barrio, con los que se juntó y así evitó la tentación de que algún cabrón quisiera picarle.

Al tercer día, se lo llevaron a Xochimilco -un remanso de paz comparado con Iztapalapa- donde le tomaron declaración por primera vez y al quinto día, después de una estancia relativamente tranquila, una jueza, Taissia Parecero, ordenó que le dejaran salir del pozo. Era sábado. Y Salvador Romero, el Chava, se dirigió caminando de vuelta a casa, en la calle Juárez, frente a la Alameda Central.

lunes, 1 de julio de 2013

Once libros para abrir el apetito

La historia cuenta. Enrique Krauze
Biografía del poder: caudillos de la revolución. Enrique Krauze
El hombre sin cabeza. Sergio González Rodríguez
Porfirio Díaz. Roberto Mares
Ulises criollo. José Vasconcelos
Breve historia de México. José Vasconcelos
La raza cósmica. José Vasconcelos
La contracultura en México. José Agustín
Honraras a tu padre. Guy Talese
Memorias de un mujeriego. Leonard Cohen
Si amaestras a una cabra,llevas mucho adelantado. José Luis Cuerda

jueves, 20 de junio de 2013

martes, 18 de junio de 2013

III. ALBERTO MORELOS y RAFA "DOS DEDOS"

Cuando le propusieron el plan -diez mil baros por madrearse con un güero brasileño y otros quince mil extra si ganaba la pelea-, Alberto Morelos sonrió abiertamente enseñando su blanca dentadura y respondió: No mames, cabrón, ¡claro que vamos a darle una golpiza al puto! 

Alberto Morelos se había criado en Torreón, era un güey grande y picudo del Estado de Coahuila y había llegado al Distrito Federal a la edad de treinta años, hacía ya casi un lustro, dejando atrás algunos asuntos pendientes, entre ellos dos niñas pequeñas, -Ana y María-, una exmujer -Leticia- y muchas deudas. Vivía en la Plaza Santa Ana de la Colonia Tepito junto a su primo pequeño, Rafael Campos, un bravo y moreno chaparrito de diecisiete años nacido en el barrio. Ambos tenían un puesto en el tianguis de La Lagunilla en el que vendían ropa, perfumes, gafas de sol -todo de marca, todo robado-, algo de perico y mucha mota, siempre con el visto bueno de La Unión. Vivían tranquilos, nadie les chingaba. Pero eso tenía un precio. La tajada de La Unión, en concreto, suponía un quince por ciento de la venta semanal, mucha lana, la cual se encargaba de cobrar puntualmente Andrés Soto, hermano de Guillermo Soto. 

Todos los domingos, a las doce en punto, Andrés Soto, un bato de pura rutina, llegaba a la esquina de República de Brasil con Estanquillo, puntual como un reloj. Al mediodía, ni un minuto más, ni un minuto menos -lo cual no dejaba de ser sorprendente teniendo en cuenta el frenético tráfico de personas y autos que recorrían esa zona del mercado-, Andrés Soto aparcaba su moto -una pequeña Honda S-Wing verde oliva-, dejaba a su chunda sentada a horcajadas sobre ella -quien siempre se persignaba antes de arrancar- y se acercaba muy serio a Rafael Campos, a quien Alberto Morelos había encargado el pago de la mordida semanal a La Unión; él se encargaba personalmente de la cuota a la policía, un asunto mucho más delicado y además, él nunca trabajaba los domingos. Era su norma. Los domingos, Alberto Morelos boxeaba.

A las doce y un minuto, todos los domingos, mientras Alberto entrenaba, Rafael Campos pagaba religiosamente su mordida y Andrés se marchaba muy sonriente. Todo muy rápido, muy limpio, pura rutina. Solo una vez hubo un pequeño malentendido: el sábado 25 de febrero del pasado año, Rafael se fue de pedo con sus cuates, cerró al menos diez cantinas y siguieron la fiesta en El Cadillac, pero no el de Polanco -un high class- sino el de Garibaldi -un antro de mala muerte-, donde se gastó veinte mil baros en viejas y mezcal y tequila y güisqui hasta bien entrada la madrugada. El problema surgió cuando, a las doce del mediodía del domingo, Andrés Soto llegó puntual a su cita en La Lagunilla y Rafael Campos no estaba. Tenía que haber pagado entre cinco y siete mil pesos, dependiendo de cómo hubiera ido la semana. Pero el puesto estaba cerrado, allí no había nadie ni tampoco estaba el dinero. Andrés Soto se quedó pensativo solo un instante y muy tranquilo hizo una llamada desde su celular, habló bajito, como siempre, y colgó al cabo de un minuto. Le dijo algo a su novia -otra vez muy bajo, casi imperceptible-, subió a su moto y se marchó, aunque en esta ocasión no sonreía. Ella se persignó tres veces antes de arrancar.

Esa misma tarde, a Rafael lo encontraron en el Sky, un after en la Zona Rosa. Estaba borracho, hasta la madre de tachas y lo peor, se había gastado toda la lana. Lo delató el mesero, Juan González, a quien todos llamaban "el Diablo". Cuatro güeros de La Unión se lo llevaron discretamente de vuelta a Tepito. Cuando Alberto Morelos se enteró del levantón -al parecer le contaron el chisme en los vestuarios del gym donde boxeaba- fue rápidamente a hablar con Andrés Soto, quien se mostró bastante comprensivo: entendía que Rafa era un chavito, que estaba de peda con sus cuates, que no había mala intención sino olvido pero por las molestias causadas, a partir de ahorita la cuota aumentaba al 17%, le dijo. De regalo, y como aviso, Rafael volvió a casa con tres dedos menos en su mano derecha: el anular, el índice y el meñique. Por lo demás, el asunto no pasó a mayores. 

Después del incidente, todo volvió a la normalidad. Alberto Morelos y Rafael Soto -Rafa "dos dedos", le decían en el gimnasio- estaban en buena forma. Solían boxear tres días por semana en el Golden Gym pero ahora, después de la balacera, todo se veía muy pesado. Los federales desfilaban constantemente por las calles, unos en enormes pick-ups Dodge de color gris que circulaban a toda velocidad con sus luces rojas y azules parpadeando sin parar; otros patrullando a pie en pequeños escuadrones de diez miembros, todos armados con subfusiles Colt AR-9, todos moviéndose rápidamente con sus enormes escudos defensivos, sus chalecos de Kevlar sobre el uniforme azul militar -reforzado con coderas y espinilleras antimotín-, con sus cascos brillantes, sus sucias botas, el rostro tapado y la mirada siempre alerta, desconfiada, temerosa. Pero en general, y a pesar de la dimensión del operativo, la gente no parecía prestarles mucha atención. La presencia de policías, las redadas y registros -legales e ilegales-, los levantones y las detenciones aleatorias era algo a lo que todos estaban acostumbrados en el barrio bravo. De todas formas, Alberto Morelos tampoco le tenía mucha simpatía a la policía y le pareció buena idea madrearse fuera de la Colonia. Su primo, Rafael Campos, estuvo de acuerdo.

lunes, 10 de junio de 2013

II. THIAGO CRUZEIRO

Thiago siempre bromeaba diciendo que no tenía apellido, como Prince, uno de sus ídolos. La realidad es que su nombre completo era Thiago Cruzeiro y lo ocultaba por una buena razón: su padre era João Cruzeiro, uno de los sicarios más sanguinarios de Cándido Mendes, fundador del Comando Vermelho, una organización criminal nacida a finales de los setenta en la favela Vila Cruzeiro de Río de Janeiro. Su apellido era un homenaje al barrio que le vio crecer. Su padre quería que nunca olvidase sus orígenes. Pero Thiago prefería no recordar.

Había llegado al DF desde Salvador de Bahía hacía apenas dos meses pero ya gozaba de cierta popularidad en su nuevo barrio. Su buen humor, su eterna sonrisa y sobre todo su alegre cavaquinho, le habían convertido rápidamente en uno de los vecinos más queridos de la colonia Condesa.

Se podría decir que Thiago vivía en la calle. Aunque tenía rentado un bonito departamento en la elegante avenida Ámsterdam, él prefería pasear día y noche, hablar con todo el mundo, flirtear con las fresitas en el Parque México o afinar su cavaquinho en el Mama Samba, su antro favorito, donde pasaba las tardes escuchando música, leyendo libros y tomando caipirinhas heladas.

Thiago era un mulato muy atractivo, de mirada intensa y gestos dulces, no muy alto pero con un cuerpo atlético. Su piel morena lucía varios tatuajes: en el antebrazo derecho, una calaca tocando una guitarra española acompañada de la frase “cielito lindo”; en el pecho, un retrato de Jesucristo; en los gemelos, dos calaveras sonrientes.

A veces la gente le preguntaba a qué se dedicaba y Thiago siempre respondía riendo: a vivir. Y no le faltaba razón, vivía muy bien. Cuando el pasado año su padre fue asesinado por la policía federal brasileña en la favela Vila Cruzeiro, Thiago descubrió que había una cuenta a su nombre en el First Caribbean Bank, en Kingston, con casi tres millones de dólares que su jefe, João Cruzeiro, había ido acumulando durante los últimos quince años y le había dejado en herencia a su hijo favorito. Thiago siempre había renegado del apellido de su padre pero no dudó en aceptar su dinero.

Y ahora, como él mismo se encargaba de confirmar día tras día, Thiago Cruzeiro se dedicaba a vivir, a vivir bien. Después de muchos años de miedo y violencia en Río de Janeiro, ahora tenía una vida tranquila en el DF: jugaba al fútbol en Las Lomas, charlaba con sus cuates de La Condesa mientras mejoraba poco a poco su español, cogía con viejas por toda la ciudad y tocaba su amado cavaquinho. La vida, por fin le sonreía, pero sentía que le faltaba algo.

Una noche, hablando con un grupo de músicos en el Mama Samba, descubrió que uno de ellos entrenaba en un gimnasio de Tepito donde a veces se organizaban buenas peleas y se apostaba un poquito. A Thiago le pareció una buena fiesta y le preguntó, con una mueca y bajando la voz, si conocía a alguien con quien poder madrearse. Le explicó que practicaba Jiu-Jitsu brasileño desde hacía años y quería desentumecer los músculos. Y todo esto lo contaba con su eterna sonrisa en la boca. Los músicos, después de considerarlo un buen rato le dijeron que no había pedo, que ellos conocían a un guey muy picudo al que le  seguro le gustaría el plan. Pero mejor no pelear en su gimnasio, le dijeron, era peligroso. Le explicaron que el día anterior, a última hora de la tarde y a la vista de todo el mundo, dos sicarios habían balaceado a cuatro personas en el  Golden Gym, un gimnasio muy conocido en la calle Panaderos, del que históricamente han salido muy buenos boxeadores, como José "Mantequilla" Nápoles o José Luis "Maestrito" López, ambos importantes campeones locales en la década de los noventa. Cuando los agentes de la policía llegaron al gimnasio, se encontraron con seis casquillos percutidos del calibre 380 y a los hermanos Salvador y Felipe Reyes y a Guillermo Valencia, todos muertos. El cuarto, Miguel Ángel Ramírez falleció de camino al hospital Balbuena. No hubo ningún detenido. Al parecer, se trataba de un asunto personal –todos eran matones de La Unión, un grupo muy violento que controlaba el narcomenudeo y la extorsión en el barrio bravo- pero la zona estaba un poco revuelta y además había mucha policía rondando por allí. Así que uno de los músicos –Ignacio Plascencia, el saxofonista- le ofreció una casa que solo él conocía: un ático muy grande que estaba en obras en la calle Juárez. Los domingos no había nadie y el guarda era amigo, no había bronca. Le dijo que él podría invitar a un par de cuates, si quería, pero que ningún cabrón llevaría armas, sería una pelea limpia, sin lana por medio, ese era el trato. A Thiago le pareció una buena idea, él no quería ganar dinero peleando, solo divertirse un rato. Quedaron en verse dos días después en la Alameda Central, al mediodía. Y todos brindaron por los compas balaceados en el gimnasio de Tepito.

jueves, 6 de junio de 2013

I. SERGIO ALDO

Sergio Aldo era, sin lugar a dudas, un tipo pesado, un sangrón. Todos en el barrio le tenían fichado y todos sabían que su empatía con el género humano era mínima. No es que fuera mala persona, simplemente era un psicópata. Y había que tener cuidado con él.

No tenía novia ni chunda. Tampoco familia, a todos los habían quemado los narcos en Tamaulipas cuando él era muy pequeño. Una historia triste. Una de tantas. En el DF solo tenía un par de cuates, Jorge “el Verruga” y Guillermo Soto, con los que iba a chupar cada noche, se atizaba algo de mota y si andaban muy jalados, se dedicaban a quebrar jotos en el Barrio Rosa o iban a cogerse un buen culito al Cuartel de las retozonas, como ellos llamaban a su casa de citas favorita en la calle Matamoros, en la colonia Tepito, donde vivían. Eso era todo.

Sergio Aldo contaba 23 años y nunca sonreía. Era picudo, alto como una ceiba y lucía bajo su tandacho oaxaqueño una larga y revuelta melena, como la de un león, aunque su actitud era más bien la de una pantera. Era el típico güey bravo de Tepito pero a diferencia de sus socios rateros, él manejaba mucha lana fruto de sus bisnes, todos ilegales. En el barrio siempre se parloteaba que Sergio Aldo tenía más pasado que futuro.

Una de sus pocas aficiones era picar por el centro, acercarse a los edificios en construcción y ofrecer cinco mil baros a cualquier obrero que fuera capaz de romperle la madre. Y no contaba cuentos: las pocas veces que alguien le había partido la azotea, él sacaba su borrega y apoquinaba hasta el último peso. En ese sentido, se podría decir que Sergio Aldo era un tipo de fiar. Solo en ese sentido. Por lo demás, hasta los obreros más valeros solían acabar en el hospital.

Su última hazaña, la más comentada en el mercado de la Lagunilla, había sucedido un par de noches atrás, en la colonia Doctores, de madrugada. Sergio Aldo manejaba piolo su Munstang negro del 67 cuando se saltó un semáforo a la altura de Niños Héroes y se estrelló contra un taxi. Afortunadamente el accidente no fue grave pero el taxista, un chilango con bigotes de chaflán y güevos muy grandes, salió aventado vociferando que le había chingado su taxi, que le iba a quebrar la madre, que iba a llamar a los tamarindos -la policía de tránsito- y quién sabe cuántas cosas más. Sergio Aldo salió del auto muy tranquilo, miró fijamente al chaparro, se dirigió sin prisa a la cajuela, la abrió y extrajo un bate de béisbol de madera, fuertemente asido con su mano izquierda. Al taxista, al principio, se le puso cara de momia pero solo un instante después ya no podía dar crédito porque Sergio Aldo lanzó suavemente el bate a sus pies y le dijo: Ahí tienes cabrón, pa´ que te defiendas. En ese preciso momento el compa entendió que el tipo de melena de león y ojos de pantera estaba loco, lo suficientemente loco para mandarle al estuche esa misma noche. No mames -pensó- no voy a dejar que un tepiteño rayado me deje firme pa´siempre. Así que ni tocó el bate, subió a su taxi con la pinga muy chiquita y salió pitando.

Muchos de los allí presentes aseguran que esa fue la primera vez que vieron sonreír a Sergio Aldo.

domingo, 5 de mayo de 2013

lunes, 29 de abril de 2013

jueves, 25 de abril de 2013

sábado, 30 de marzo de 2013

Tony

You woke up this morning
Got yourself a gun,
Mama always said you’d be
The Chosen One.

She said: You’re one in a million
You’ve got to burn to shine,
But you were born under a bad sign,
With a blue moon in your eyes.

When you woke up this morning
All that love had gone,
Your Papa never told you
About right and wrong.

But you’re
But you’re looking good, baby,
I believe that you’re a feeling fine,(shame about it),
Born under a bad sign
With a blue moon in your eyes.

martes, 26 de marzo de 2013

La pulsera vudú de las calaveras


Pulsera con 13 calaveras de madera: encontrada en New Orleans y perdida en algún lugar -casi con toda seguridad, un bar- de Barcelona. A lo largo de los años, he perdido infinidad de objetos pero tan solo tres supusieron una pequeña pérdida: un anillo de plata (perdido -probablemente robado- en Ivanhoe's Guest House, Port Antonio), un colgante de lapislázuli (perdido en el fondo del mar, en Whitehaven Beach) y esta maldita pulsera. Definitivamente es importante solo poseer aquello cuya pérdida puedas soportar.