martes, 18 de junio de 2013

III. ALBERTO MORELOS y RAFA "DOS DEDOS"

Cuando le propusieron el plan -diez mil baros por madrearse con un güero brasileño y otros quince mil extra si ganaba la pelea-, Alberto Morelos sonrió abiertamente enseñando su blanca dentadura y respondió: No mames, cabrón, ¡claro que vamos a darle una golpiza al puto! 

Alberto Morelos se había criado en Torreón, era un güey grande y picudo del Estado de Coahuila y había llegado al Distrito Federal a la edad de treinta años, hacía ya casi un lustro, dejando atrás algunos asuntos pendientes, entre ellos dos niñas pequeñas, -Ana y María-, una exmujer -Leticia- y muchas deudas. Vivía en la Plaza Santa Ana de la Colonia Tepito junto a su primo pequeño, Rafael Campos, un bravo y moreno chaparrito de diecisiete años nacido en el barrio. Ambos tenían un puesto en el tianguis de La Lagunilla en el que vendían ropa, perfumes, gafas de sol -todo de marca, todo robado-, algo de perico y mucha mota, siempre con el visto bueno de La Unión. Vivían tranquilos, nadie les chingaba. Pero eso tenía un precio. La tajada de La Unión, en concreto, suponía un quince por ciento de la venta semanal, mucha lana, la cual se encargaba de cobrar puntualmente Andrés Soto, hermano de Guillermo Soto. 

Todos los domingos, a las doce en punto, Andrés Soto, un bato de pura rutina, llegaba a la esquina de República de Brasil con Estanquillo, puntual como un reloj. Al mediodía, ni un minuto más, ni un minuto menos -lo cual no dejaba de ser sorprendente teniendo en cuenta el frenético tráfico de personas y autos que recorrían esa zona del mercado-, Andrés Soto aparcaba su moto -una pequeña Honda S-Wing verde oliva-, dejaba a su chunda sentada a horcajadas sobre ella -quien siempre se persignaba antes de arrancar- y se acercaba muy serio a Rafael Campos, a quien Alberto Morelos había encargado el pago de la mordida semanal a La Unión; él se encargaba personalmente de la cuota a la policía, un asunto mucho más delicado y además, él nunca trabajaba los domingos. Era su norma. Los domingos, Alberto Morelos boxeaba.

A las doce y un minuto, todos los domingos, mientras Alberto entrenaba, Rafael Campos pagaba religiosamente su mordida y Andrés se marchaba muy sonriente. Todo muy rápido, muy limpio, pura rutina. Solo una vez hubo un pequeño malentendido: el sábado 25 de febrero del pasado año, Rafael se fue de pedo con sus cuates, cerró al menos diez cantinas y siguieron la fiesta en El Cadillac, pero no el de Polanco -un high class- sino el de Garibaldi -un antro de mala muerte-, donde se gastó veinte mil baros en viejas y mezcal y tequila y güisqui hasta bien entrada la madrugada. El problema surgió cuando, a las doce del mediodía del domingo, Andrés Soto llegó puntual a su cita en La Lagunilla y Rafael Campos no estaba. Tenía que haber pagado entre cinco y siete mil pesos, dependiendo de cómo hubiera ido la semana. Pero el puesto estaba cerrado, allí no había nadie ni tampoco estaba el dinero. Andrés Soto se quedó pensativo solo un instante y muy tranquilo hizo una llamada desde su celular, habló bajito, como siempre, y colgó al cabo de un minuto. Le dijo algo a su novia -otra vez muy bajo, casi imperceptible-, subió a su moto y se marchó, aunque en esta ocasión no sonreía. Ella se persignó tres veces antes de arrancar.

Esa misma tarde, a Rafael lo encontraron en el Sky, un after en la Zona Rosa. Estaba borracho, hasta la madre de tachas y lo peor, se había gastado toda la lana. Lo delató el mesero, Juan González, a quien todos llamaban "el Diablo". Cuatro güeros de La Unión se lo llevaron discretamente de vuelta a Tepito. Cuando Alberto Morelos se enteró del levantón -al parecer le contaron el chisme en los vestuarios del gym donde boxeaba- fue rápidamente a hablar con Andrés Soto, quien se mostró bastante comprensivo: entendía que Rafa era un chavito, que estaba de peda con sus cuates, que no había mala intención sino olvido pero por las molestias causadas, a partir de ahorita la cuota aumentaba al 17%, le dijo. De regalo, y como aviso, Rafael volvió a casa con tres dedos menos en su mano derecha: el anular, el índice y el meñique. Por lo demás, el asunto no pasó a mayores. 

Después del incidente, todo volvió a la normalidad. Alberto Morelos y Rafael Soto -Rafa "dos dedos", le decían en el gimnasio- estaban en buena forma. Solían boxear tres días por semana en el Golden Gym pero ahora, después de la balacera, todo se veía muy pesado. Los federales desfilaban constantemente por las calles, unos en enormes pick-ups Dodge de color gris que circulaban a toda velocidad con sus luces rojas y azules parpadeando sin parar; otros patrullando a pie en pequeños escuadrones de diez miembros, todos armados con subfusiles Colt AR-9, todos moviéndose rápidamente con sus enormes escudos defensivos, sus chalecos de Kevlar sobre el uniforme azul militar -reforzado con coderas y espinilleras antimotín-, con sus cascos brillantes, sus sucias botas, el rostro tapado y la mirada siempre alerta, desconfiada, temerosa. Pero en general, y a pesar de la dimensión del operativo, la gente no parecía prestarles mucha atención. La presencia de policías, las redadas y registros -legales e ilegales-, los levantones y las detenciones aleatorias era algo a lo que todos estaban acostumbrados en el barrio bravo. De todas formas, Alberto Morelos tampoco le tenía mucha simpatía a la policía y le pareció buena idea madrearse fuera de la Colonia. Su primo, Rafael Campos, estuvo de acuerdo.

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