jueves, 6 de junio de 2013

I. SERGIO ALDO

Sergio Aldo era, sin lugar a dudas, un tipo pesado, un sangrón. Todos en el barrio le tenían fichado y todos sabían que su empatía con el género humano era mínima. No es que fuera mala persona, simplemente era un psicópata. Y había que tener cuidado con él.

No tenía novia ni chunda. Tampoco familia, a todos los habían quemado los narcos en Tamaulipas cuando él era muy pequeño. Una historia triste. Una de tantas. En el DF solo tenía un par de cuates, Jorge “el Verruga” y Guillermo Soto, con los que iba a chupar cada noche, se atizaba algo de mota y si andaban muy jalados, se dedicaban a quebrar jotos en el Barrio Rosa o iban a cogerse un buen culito al Cuartel de las retozonas, como ellos llamaban a su casa de citas favorita en la calle Matamoros, en la colonia Tepito, donde vivían. Eso era todo.

Sergio Aldo contaba 23 años y nunca sonreía. Era picudo, alto como una ceiba y lucía bajo su tandacho oaxaqueño una larga y revuelta melena, como la de un león, aunque su actitud era más bien la de una pantera. Era el típico güey bravo de Tepito pero a diferencia de sus socios rateros, él manejaba mucha lana fruto de sus bisnes, todos ilegales. En el barrio siempre se parloteaba que Sergio Aldo tenía más pasado que futuro.

Una de sus pocas aficiones era picar por el centro, acercarse a los edificios en construcción y ofrecer cinco mil baros a cualquier obrero que fuera capaz de romperle la madre. Y no contaba cuentos: las pocas veces que alguien le había partido la azotea, él sacaba su borrega y apoquinaba hasta el último peso. En ese sentido, se podría decir que Sergio Aldo era un tipo de fiar. Solo en ese sentido. Por lo demás, hasta los obreros más valeros solían acabar en el hospital.

Su última hazaña, la más comentada en el mercado de la Lagunilla, había sucedido un par de noches atrás, en la colonia Doctores, de madrugada. Sergio Aldo manejaba piolo su Munstang negro del 67 cuando se saltó un semáforo a la altura de Niños Héroes y se estrelló contra un taxi. Afortunadamente el accidente no fue grave pero el taxista, un chilango con bigotes de chaflán y güevos muy grandes, salió aventado vociferando que le había chingado su taxi, que le iba a quebrar la madre, que iba a llamar a los tamarindos -la policía de tránsito- y quién sabe cuántas cosas más. Sergio Aldo salió del auto muy tranquilo, miró fijamente al chaparro, se dirigió sin prisa a la cajuela, la abrió y extrajo un bate de béisbol de madera, fuertemente asido con su mano izquierda. Al taxista, al principio, se le puso cara de momia pero solo un instante después ya no podía dar crédito porque Sergio Aldo lanzó suavemente el bate a sus pies y le dijo: Ahí tienes cabrón, pa´ que te defiendas. En ese preciso momento el compa entendió que el tipo de melena de león y ojos de pantera estaba loco, lo suficientemente loco para mandarle al estuche esa misma noche. No mames -pensó- no voy a dejar que un tepiteño rayado me deje firme pa´siempre. Así que ni tocó el bate, subió a su taxi con la pinga muy chiquita y salió pitando.

Muchos de los allí presentes aseguran que esa fue la primera vez que vieron sonreír a Sergio Aldo.

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