lunes, 10 de junio de 2013

II. THIAGO CRUZEIRO

Thiago siempre bromeaba diciendo que no tenía apellido, como Prince, uno de sus ídolos. La realidad es que su nombre completo era Thiago Cruzeiro y lo ocultaba por una buena razón: su padre era João Cruzeiro, uno de los sicarios más sanguinarios de Cándido Mendes, fundador del Comando Vermelho, una organización criminal nacida a finales de los setenta en la favela Vila Cruzeiro de Río de Janeiro. Su apellido era un homenaje al barrio que le vio crecer. Su padre quería que nunca olvidase sus orígenes. Pero Thiago prefería no recordar.

Había llegado al DF desde Salvador de Bahía hacía apenas dos meses pero ya gozaba de cierta popularidad en su nuevo barrio. Su buen humor, su eterna sonrisa y sobre todo su alegre cavaquinho, le habían convertido rápidamente en uno de los vecinos más queridos de la colonia Condesa.

Se podría decir que Thiago vivía en la calle. Aunque tenía rentado un bonito departamento en la elegante avenida Ámsterdam, él prefería pasear día y noche, hablar con todo el mundo, flirtear con las fresitas en el Parque México o afinar su cavaquinho en el Mama Samba, su antro favorito, donde pasaba las tardes escuchando música, leyendo libros y tomando caipirinhas heladas.

Thiago era un mulato muy atractivo, de mirada intensa y gestos dulces, no muy alto pero con un cuerpo atlético. Su piel morena lucía varios tatuajes: en el antebrazo derecho, una calaca tocando una guitarra española acompañada de la frase “cielito lindo”; en el pecho, un retrato de Jesucristo; en los gemelos, dos calaveras sonrientes.

A veces la gente le preguntaba a qué se dedicaba y Thiago siempre respondía riendo: a vivir. Y no le faltaba razón, vivía muy bien. Cuando el pasado año su padre fue asesinado por la policía federal brasileña en la favela Vila Cruzeiro, Thiago descubrió que había una cuenta a su nombre en el First Caribbean Bank, en Kingston, con casi tres millones de dólares que su jefe, João Cruzeiro, había ido acumulando durante los últimos quince años y le había dejado en herencia a su hijo favorito. Thiago siempre había renegado del apellido de su padre pero no dudó en aceptar su dinero.

Y ahora, como él mismo se encargaba de confirmar día tras día, Thiago Cruzeiro se dedicaba a vivir, a vivir bien. Después de muchos años de miedo y violencia en Río de Janeiro, ahora tenía una vida tranquila en el DF: jugaba al fútbol en Las Lomas, charlaba con sus cuates de La Condesa mientras mejoraba poco a poco su español, cogía con viejas por toda la ciudad y tocaba su amado cavaquinho. La vida, por fin le sonreía, pero sentía que le faltaba algo.

Una noche, hablando con un grupo de músicos en el Mama Samba, descubrió que uno de ellos entrenaba en un gimnasio de Tepito donde a veces se organizaban buenas peleas y se apostaba un poquito. A Thiago le pareció una buena fiesta y le preguntó, con una mueca y bajando la voz, si conocía a alguien con quien poder madrearse. Le explicó que practicaba Jiu-Jitsu brasileño desde hacía años y quería desentumecer los músculos. Y todo esto lo contaba con su eterna sonrisa en la boca. Los músicos, después de considerarlo un buen rato le dijeron que no había pedo, que ellos conocían a un guey muy picudo al que le  seguro le gustaría el plan. Pero mejor no pelear en su gimnasio, le dijeron, era peligroso. Le explicaron que el día anterior, a última hora de la tarde y a la vista de todo el mundo, dos sicarios habían balaceado a cuatro personas en el  Golden Gym, un gimnasio muy conocido en la calle Panaderos, del que históricamente han salido muy buenos boxeadores, como José "Mantequilla" Nápoles o José Luis "Maestrito" López, ambos importantes campeones locales en la década de los noventa. Cuando los agentes de la policía llegaron al gimnasio, se encontraron con seis casquillos percutidos del calibre 380 y a los hermanos Salvador y Felipe Reyes y a Guillermo Valencia, todos muertos. El cuarto, Miguel Ángel Ramírez falleció de camino al hospital Balbuena. No hubo ningún detenido. Al parecer, se trataba de un asunto personal –todos eran matones de La Unión, un grupo muy violento que controlaba el narcomenudeo y la extorsión en el barrio bravo- pero la zona estaba un poco revuelta y además había mucha policía rondando por allí. Así que uno de los músicos –Ignacio Plascencia, el saxofonista- le ofreció una casa que solo él conocía: un ático muy grande que estaba en obras en la calle Juárez. Los domingos no había nadie y el guarda era amigo, no había bronca. Le dijo que él podría invitar a un par de cuates, si quería, pero que ningún cabrón llevaría armas, sería una pelea limpia, sin lana por medio, ese era el trato. A Thiago le pareció una buena idea, él no quería ganar dinero peleando, solo divertirse un rato. Quedaron en verse dos días después en la Alameda Central, al mediodía. Y todos brindaron por los compas balaceados en el gimnasio de Tepito.

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