
A un anciano que aún vive en Cuba y que trabajó para Hemingway allá por los años 30 le preguntaron en una ocasión si era cierto que una de las ocupaciones preferidas de Ernest era la de beber daiquiris y whisky.
El viejo, tras dudar un instante, apura su trago, da una profunda calada a su cigarro y mirando fijamente a los ojos del entrevistador le espeta: "No era un borracho. Había que conocerlo. Lo que pasaba era que siempre tenía el vaso lleno mientras conversaba y eso le dio mala fama."
El viejo no era Fidel, claro.
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