Evidentemente, lo que sucede en el fútbol no es casual. Es un secreto a voces que existe un pequeño grupo de guionistas que se encargan de planificar y redactar todos los partidos. Los futbolistas y los árbitros -sus protagonistas- se limitan a representar el papel que se les ha encargado. Y nunca pueden salirse del guión, claro está. Para eso les pagan.
Estos guionistas suelen recurrir a las viejas fórmulas del fútbol, a las que saben que funcionan: goles, polémica, expulsiones, cosas así. Pero siempre con una relativa igualdad para que el personal no se mosquee demasiado. A veces ganan unos y a veces otros. Así son las cosas y así se mantiene el equilibrio.
Pero al parecer hay un guionista díscolo; uno que va a su rollo. Un tipo -se rumorea que un gran bebedor- que se salta las normas; dicen que es un enamorado del suspense y lo que es peor: del Real Madrid. Ayer, en el encuentro del Atlético frente a su eterno rival, el muy cabrón se lució. El tío sacó lo más retorcido de su repertorio a relucir.
Al igual que Alfred Hitchcock aparecía al principio de sus películas -y de forma muy visible- para que los espectadores dejaran de buscarlo en la pantalla y se centraran en la historia, el guionista optó por un gol madrugador -terriblemente madrugador- para que todo el mundo dejara de buscarlo y se centrara en el espectáculo. Muy inteligente.
Al arbitro, otro de los actores principales, el guionista le reserva un papel crucial: es el tipo que parece que va con los americanos pero que en realidad ayuda en secreto a los rusos. Primero anula un par de goles legales al Madrid -dos de cal- y después le saca la tarjeta roja a Perea -una de arena-. Al rato expulsa a Van Nistelrooy -más cal- y finalmente, en el último instante, tras un partido plagado de errores, toma su única decisión acertada y mata a los locales. Cuando todo el mundo pensaba que era el bueno, en realidad era un agente doble.
Tras el gol inicial y las dos expulsiones, el Atleti se lanza a la carga, obvio. La trama está servida. Una y otra vez lo intenta pero no puede. El tiempo pasa y el final parece acercarse. Pero aquí viene la primera parte de la sorpresa. Minuto noventa: una falta en la frontal. Simao toma aire, coge carrera y chuta. El balón se alza, supera con estilo la barrera y se cuela en el fondo de la red. La euforia se despierta, la alegría en el estadio se desata. El Atlético consigue empatar el partido en el último instante. Un buen final para una buena historia de suspense. Pero no para una obra maestra. No a la altura de Hitchcock. Falta una vuelta más, un último giro. El arbitro, quien previamente se había lesionado, añade seis minutos de prórroga. Lo lógico sería ver al equipo local atacando en busca de una victoria épica, pero ocurre todo lo contrario y en el último segundo, en el último suspiro, cuando todo parecía acabado, el arbitro hace sonar su silbato y pita penalti en contra del Atlético. El estadio se queda en silencio a la espera de la sentencia final. Nadie se lo puede creer, pero el guionista no lo duda. Implacable, decide que el portero roce con sus guantes el balón, pero que sea incapaz de evitar el drama final. El balón entra, el partido se acaba, la historia se repite.
2 comentarios:
Bonita crónica post-derby, si bien el enfoque de suspense se cae por su propio peso. Cuando una historia se viene repitiendo durante 10 años pocos argumentos quedan para el suspense, llamemósle ilusión, la de los atléticos porque varíe la historia de los últimos 2 lustros. Hasta el rabo todo es toro, o vaca, me sorprendió con ello ver la locura colectiva de todos los atléticos, aficionados, técnicos, utilleros, jugadores, como si hubiesen ganado la Champions cuando sólo había conseguido empatarle a su gran rival, sin tener en cuenta que el enemigo todavía conservaba una bala, la bala del campeón que volvió a empañar la cara incrédula, otra vez, de todos los atléticos.
¿Qué pasara el año que viene?
Aún falta la vuelta en el Bernbéu. Estoy en negociaciones para conseguir que, nada más comenzar el partido, Bil Laden lance una bomba nuclear sobre el estadio y se acabe la tontería de la maldición.
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